El otoño parecía ser, en la ¡ma-
gen de los poetas, la estación
de los recuerdos. Hay un ver-
so magnífico, como casi todos
los suyos, de Rainer Maria Rilke, en
la que se pide a Dios que deje los
últimos rayos del verano madurar los
¿últimos frutos y calentar las horas. El
otoño era, en efecto, ocasión para
meditaciones melancólicas. El y la
primavera han sido siempre los favo-
ritos de los poetas románticos, de los
Iaquistas, por ejemplo, que pasan de
las hojas y de las flores primaverales
al oro y al verde oscuro de la vegeta-
ción otoñal. Pero los otoñales de es-
te otoño, los otoñales de otros otoños
muy recientes, piensan de una mane-
ra asaz distinta: para ellos el otoño
es primavera, es una nueva primave-
ra y sólo en el fondo de su alma se
atreven a reconocer que es la última.
Pero quizá, por eso de que sea la
última, hay que aumentar la presión
de la savia de los árboles, desrrollar
artificialmente la maduración de los
frutos, hacer más penetrante aún el
aroma de las flores. Estos otoñales de
hoy son empedernidos vividores náu-
fragos que se asen con energía al
salvavidas de la existencia, quitando
de en medio a los novatos, intentan-
do ocupar su espacio.
Tienen suerte estos otoñales de
hoy. La tienen menos las oto-
ñales de hogaño que siguen
haciendo el mismo ridículo
de las de antaño. Por una extraña
inflexión de las costumbres sexuales,
lleva ya bastante tiempo en el cande-
lero de la moda el varón de más de
treinta años que se acicala con una
noncha/ance que dista mucho del de-
saliño juvenil. Tiene buen tipo lu-
chando contra la tendencia natural
de la curva de la felicidad, cuando
se tiene dinero para comer bien y un
buen automóvil que hace absoleto el
movimiento. Se ha sustituido el en-
canto natural de la juventud por el
artificio sofisticado de la madurez,
con lo que se alcanzan metas que ni
siquiera hubiese soñado la madre na-
turaleza por eso de que esta última
"imíta al arte". Lo que en los jóvenes
da las zozobras de la inmadurez, lo
consiguen estos varones otoñales a
fuerza de masajes, de saunas caras,
de mirarse mucho al espejo y hasta
de hacerse la cirugía estética si fuere
necesario.
El joven, a veces, tiene envidia de
estos varones adultos que les "birlan"
las mejores chicas a fuerza de técni-
ca y también —¿por qué no?— de ro—
manticismo, de un saber ver las co-
sas desde la perspectiva de la eterni-
dad y no del apresuramiento. Y cuan-
do les reprochan algo a estos otoña—
les ,sólo tienen a su favor esa enfer-
medad que se cura con los años: la
juventud. Porque la juventud se va
evaporando en la medida en que la
experiencia crece. Siempre le queda
el recurso al otoñal de decir que el
joven será algún día también otoñal
mientras que él nunca será joven en
el sentido estricto de la palabra.
La moda de este año parece que
favorece a los varones de más
de treinta. El que cantantes y
actores de cine que arrebata-
ron cuando eran jóvenes, y que hoy
vuelven a arrebatar de maduros, está
contribuyendo a este éxito. Los Tony
Savalas han sido renovadores de un
mito: el del varón que tiene en sus
manos la varita de la experiencia, el
"saber hacer" del anglosajón siempre
aficionado a lo eficaz y, en el fondo,
algunos rasgos de guitarra tangueña,
unas gotas de perfume que aún que-
dan sin evaporar en el fondo del
frasco.
Las chicas que se enamoran de
estos otoñales ven, en realidad, un
paraíso perdido, una "exótica natura-
leza" en la que hay un zigzagueo de
svásticas, una melodía melancólica
que marca el ritmo a una pareja de
enamorados que bailan "mejilla con-
tra mejilla". Estos hombres conocen,
además, a las mujeres, tienen "horas
de vuelo", miran el mar sentados en
la orilla y no se inmutan cuando una
ola demasiado fuerte les salpica. Qui—
zá no sean tan sinceros como los
jóvenes, pero es que saben mentir
muy bien y esta contravirtud entra
también en el encanto del cóctel.
Cuando un otoñal liga con
una chica joven, no se pro-
duce, en efecto, el comple-
jo de Edipo que tanto se ha
achacado a estas relaciones. Mas
bien que a Freud, recordemos a Só-
crates en busca de efebos a quien
instruir. La otoñal ardiente que busca
"macarras" no tiene ningún punto
de contacto con su contrapartida
masculina, sí con el "ligón" que se
jacta de coleccionar cutis tersos e
inocencias perdidas.
Yo siento, en efecto, simpatía ha-
cia estos otoñales que buscan en la
joven el agua nunca hallada de la
Fuente de la Juventud. Pero siempre
que no sean como los vampiros, que
chupan la sangre y no dan nada a
cambio, salvo el triste privilegio de '
la inmortalidad.
Alguien dijo que las chicas jóvenes
debían de casarse con hombres ma—
duros, divorciarse para establecer un
nuevo vínculo con chicos de su edad,
una vez pasado el Bachillerato y la
Licenciatura de este contacto con
hombres de experiencia.
Por Alfonso Alvarez Villar
Publicado en la revista Play Lady el noviembre de 1976
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