La muchacha de Katmandu

Lo desagradable era ponerse el disfraz. Y andar sin disfraz
podía resultar peligroso. Así le habían dicho y le habían
contado. Entonces, el viajero tomó la sabia decisión de
simular un disfraz, o disfrazarse a medias, enmascarar un poco
lo que era y acentuar la porción de su ánimo que encajaba en
las circunstancias.

Y, así por ejemplo, el viajero se había calzado unas sandalias
de cuero crudo, vestía viejo pantalón de pana y blusón amarillo
de seda de Benarés, se adornaba la testa con un turbante que
recordaba misteriosamente a las gorras oxfordianas y, en fin, se
había echado encima kilos de herrajes, jaeces y ornamentos
vanos.
Sin embargo, estaba alojado en uno de los mejores hoteles de
la ciudad, no muy bueno de todas maneras.
—Las muchachas nacionales son más caras. Desde que han
empezado a llegar los americanos, el negocio se ha puesto por
las nubes. Claro, tienen muchas ventajas sobre las otras. Muchas
ventajas. Incluso aunque esas otras le resulten gratis, le advierto.
El viajero hizo un gesto con la mano.
—No era eso lo que estaba preguntándole, pero gracias por la
información —dijo—. De todos modos.
Era un tipejo pequeño, sonriente, que debió de conocer la
época de los mandarines a juzgar por la obsequiosidad y corte-
sía con que trataba a los clientes. Estaba al otro lado de un
mostrador de madera no demasiado sucio y había disimulado
muy bien su sorpresa. A su hotel llegaban mercaderes japoneses
dedicados a inundar de bicicletas los caminos de Katmandú,
delegados indios empeñados en espionaje político, turistas ca-
nadienses de medio pelo, periodistas franceses sin fondos, aza—
fatas birmanas, monjes chinos en el exilio, agitadores rusos y
algunos otros representantes de la fauna viajera. No llegaban
jamás los vagabundos de la flor y de la marihuana, demasiado
pobres o demasiado despectivos hacia la existencia de baños en
algunas habitaciones y de comida internacional. Los hippies
conocían antros más apasionantes, más oscuros y más dulces.
Cuando el viajero lo supo, era tarde para enmendar su error.
El hombrecito del mostrador, se iba diciendo, ni mostró su
sorpresa ante la petición de asilo por parte de aquel híbrido de
hippy y de ejecutivo ni se indignó ante el supuesto pu-ritanismo
que demostraba en cuestión de muchachas indígenas. Katman-
dú es una ciudad liberal y abierta, generosa y pacífica. Cada
uno puede hacer lo que desee y negarse a hacer lo que le venga
en gana. Cabe señalar, de cualquier modo, que en sólo unas
horas de callejeo, el inexperto viajero se admiró mucho" de la
hermosura de algunas muchachas indígenas y hasta metió la
pata tres veces pretendiendo invitarlas a dejarse fotografiar pri-
mero, a un whisky después y a una modesta taza de té a
continuación. No le hicieron nunca maldito caso.
—Si es para conocerlas en su salsa —vino a decir el tibetano—,
verlas y charlar con ellas, nada mejor que cenar en el Cabin. Si
me lo permite, yo le aconsejaría que cenase aquí primero, una
verdadera cena, quiero decir, y luego en el Cabin toma usted el
postre y una taza de té.
—¿Tan mal se Come en ese restaurante?
—Tan mal, señor, tan mal.
El recepcionista se llevó las manos al gorro mientras sonreía
con la mayor pureza y sinceridad del mundo. Una especie
de gigante, ex guerrillero de las montañas heladas que
había escapado por Buthan y ahora desempeñaba funciones de
Bell boy 0 botones, hizo el mismo saludo, más adornado de
inclinaciones y sonrisas, al tiempo que agarraba el modesto
equipaje del viajero y guiaba a éste hasta su suite del segundo y
último piso. Allí se sentó en una de las camas y contempló
cómo se abría la maleta, lo que en ella había, de qué color era
el pasaporte, qué clase de cinturón llevaba el huésped y todo
otro detalle que le pareció oportuno.
Dado que ésas parecían ser las costumbres de aquella gente,
el viajero las dio por buenas y sonrió también, sin incomodarse.
Cuando intentó ofrecer propina al gigantón, el hombre la recha-
zó como si de un insulto se tratara y desde aquel instante ambos
hombres se convirtieron en amigos del alma, tal y como se verá
más abajo.
Concluidos los trámites hosteleros, el recién llegado, que no
tenía hambre, debido al insoportable calor sufrido en la India
las dos semanas anteriores, se encaminó al Cabin con el sano
propósito de conocer algunos hippies, olisquear los aromas de
la marihuana y practicar con calma un idioma civilizado.
Estaba allí dentro la muchacha.
Varias muchachas, ciertamente, parecido número de chicos y
hombrones, aparte el dueño y su ayudante, un chiquillo de una
docena de años, pero estaba sobre todo la muchacha. Sola en
un banco corrido, formando casi parte de un floreado e inmen-
so mural en el que Buda impartía paz y bendiciones. Puesto que
no había más bancos libres que aquél, el viajero supo de
inmediato que debería sentarse a su lado.
—¿Desea tomar algo el señor? —preguntó el niño.
—¿No me echarían de aquí si me negase a tomar algo?
. —No, señor. Puede usted quedarse el tiempo que quiera. Pero
tenemos una carta muy apetitosa.
Se la tendió. Un viejo folio ennegredico por despojos de
comida y manchones diversos. Comida propiamente dicha: hue-
vos y cuencos de arroz. Tres variedades de pasteles: con mari-
huana, con hachís y con opio de la mejor calidad. Bebidas.
—Vas a traerme —pidió el viajero— un té con marihuana, pero
poco cargado.
—¿Puedes pagarme un pastel? —dijo la chica de pronto. No
habían sido presentados.
—¿No has cenado?
—Tampoco he comido, la verdad. Tengo hambre.
Pide más cosas, mujer. El sitio no parece caro.
Se animó la expresión de la muchacha y fue pidiendo prác—
ticamente una muestra de cuanto el menú de la casa
ofrecía. En un momento dado, como el viajero veía que
recargaba el deseo sobre los pasteles de opio, le suplicó que
fuera más comedida en este terreno, a fin de tener la fiesta en
paz. Así lo hizo ella, dejando resbalar por la estancia una
sonrisa deslumbrante.
La tal estancia merecería una descripción pormenorizada y
amplia, que no permite el hilo de esta historia. Baste decir que
podía compararse a una taberna del Oeste en los tiempos de la
fiebre del oro. Si alguien la ha visto, sabrá captar la relación.
Los comensales eran al tiempo bailarines, y bailaban a cuerpo-
desmadejado, acompañados y solos, sobre el suelo y sobre las
mesas de madera. En silencio, casi en silencio. Eso era lo más
maravilloso.
Era excelente el té, digno del Ritz o del Maxim's. Excelente.
Probó el viajero uno de los pasteles y dijo en voz alta que
también era magnífico, a despecho de la modestia de su aspec-
to, de la probable suciedad y de la clase del local. El Cabin
sombrío, con un hueco por puerta abierto a una callejuela
estrecha y maloliente por cuyo centro corría un arroyo de aguas
fecales. El Cabin conocido en Los Angeles y en Amsterdam,
supermercado de los sueños a dos rupias, paraíso de vagabun—
dos esperanzados... El Cabin,
—¿Llevas mucho tiempo por aquí? —dijo el viajero. Una estu—
pidez muy frecuente en su ciudad de residencia y en otras
muchas, una manera tonta de abrir conversación, de buscar
ligue, de hacer el imbécil.
—Agradezco tu comida. ¿Cómo te llamas? —resultaba ella mu—
cho más inteligente.
Dio el viajero su nombre de pila, pues sabía ya que era eso lo
que debe darse en tales casos.
-—¿Vives en alguna parte?
—Vaya, mujer, pues claro. Estoy alojado en un hotelucho de
mala muerte, por la zona del palacio del Rey. Lo primero que
encontré. Tampoco está mal del todo para unos días —no se
atrevía el insensato a contar la verdad del cuento. Contar, por
ejemplo, que no era como ella, que no pertenecía a su mundo,
que moralmente aborrecía la marihuana y otras hierbas, que
más bien tenía dinero y un traje y una corbata (en su casa, no
en Katmandú, desde luego), que había llegado hasta allí en un
prodigioso avión y no a pie o en moto o en autostop, como ella
sin duda, que tenía un puesto y un trabajo lo bastante bien
pagados como para permitirle hacer un viajecito de vacaciones
hasta Nepal.
En suma, que era un turista.
—Si me lo permites —dijo la chica, sacándose de la boca un
puñadito de cabellos rubios algo oscurecidos por falta de lavado
que habían acudido a ella pegados al pastel—, si me lo permites,
podría dormir contigo.
—¡Caramba! —dijo el viajero.
—Acabo de llegar del Himalaya. Vivía allí con un grupo, pero
ya estoy de vuelta a casa. Una semana o dos y regreso.
—¿Adónde regresas?
—A Canadá. Soy de Canadá.
—Pues, el caso… —dijo el viajero—, el caso es que, pues, no
hay más que una cama en la habitación, me parece. En realidad,
no he entrado en ella, pero eso creo.
—No tiene importancia. Acabo de llegar y no tengo albergue.
Si no estás acostumbrado, dormiré en el suelo. Hace dos meses
que no duermo bajo techo, ¿comprendes?
El viajero se lo propuso, meditó un rato y finalmente creyó
comprender. Estado de la cuestión: una muchacha sola en
una ciudad perdida, sin dinero, sin casa, camino de su
país. El viajero se hizo un par de preguntas: ¿Cómo es posible
esta imagen? ¿Por qué? De momento no lo entendía, no enten-
día nada y necesitaría algún tiempo para hacerse una sombra de
idea sobre el asunto. Especialmente cuando, después del ban-
quete, la muchacha comenzó a hablar, pues tenía de ello mu—
cho menester, y abrió de par en par su alma a aquel extranjero
disfrazado del cual apenas recordaba el nombre de pila. No
tenía recato alguno, temor o vergúenza. Sonreía mucho al ha—
blar, mostraba unos dientes bellísimos y todo su cuerpo vibraba
suavemente al son de su relato. El viajero se llenó tanto de
piedad y de ternura que no paró mientes en los atractivos
x —algunos muy patentes— de aquel cuerpo.
Iba diciendo la chica que estaba casada, que había estudiado
química y había sido profesora, que tenía incluso un hijo de dos
años y que, en fin, había dejado todo por aquella aventura.
Podía sospecharse que había tenido casa y coche, televisor de
colores, buena mesa, cama blanda, baño estilo italiano, joyas,
zapatos de importación y otros tesoros. Ahora, aproximadamen—
te, no tenía nada.
—Bueno, vente a dormir, qué le vamos a hacer, Hasta es
posible que haya más de una cama.
(En realidad había tres).
El viajero, indeciso, acongojado, con un confuso terror en el
alma porque la piedad hacia aquella muchacha no podía desdo-
blarse en pasión inmediata, la condujo por las callecitas oscuras
hasta su hotel. En un momento dado los dos se detuvieron a
escuchar a un grupo de personas que cantaba y tocaba a grito
pelado en un rincón. Estaban orando a sus dioses.
Había en la ciudad un pesado aroma a maravilla, aligerado
por el viento puro de los Himalayas, un encanto tenue y fantas-
magórico en las penumbras delas casitas de madera sin puertas,
balcones meticulosamente labrados, en los viandantes que se
detenían ante algunos de los dos mil templos de Katmandú,
algunos tan pequeños como un rosal, para ofrecer pétalos y
granos de arroz a las estatuas mientras agitaban una campanilla
y saludaban con la mano.
Tomó a la chica por los hombros porque había dicho al
viajero que estaba cansada. Entraron así en el hotel y su cuida-
dor, adormecido ya, sonrió tan sólo, sin dar muestra alguna de
espanto. Espanto porque la terrible luz del vestíbulo descubría
sus harapos, su pelo revuelto, los pies desnudos, la camisa ajada
y, en cambio,'anulaba la extraña belleza de su rostro, el sonido
de suvoz, la sonrisa, la dulzura cohibida.
El muchacho solamente dijo:
—Buenas noches, buenas noches.
—Ya estamos aquí —dijo en la habitación el viajero intentando
cerrar la puerta; pero no tenía cerrojo y tuvo que dejarla entor—
nada—. Ya estamos aquí. Mira, hay camas de sobra, fíjate, tres
camas para dos. Buena suerte.
—Gracias —dijo la chica.
—Yo voy a ducharme, si no te importa —dijo el viajero—. Estoy
cansado y sucio, después de tanto trajín.
—Ahorra agua; dúchate con una amiga —respondió riendo la
muchacha. Era un viejo axioma hippy, conocido y olvidado por
el viajero, que lo había encontrado en un libro, donde casi todo
se encuentra. Sonrió desconcertado él, porque ella le sonreía
también y estaba empezando a desnudarse.
—No hay problemas de agua con todos estos ríos —dijo nervio-
so—. Fíjate, el Ganges.
—Pero el Visnumati va casi seco.
Era una gran verdad. El río Visnumati, que giraba entorno a
la ciudad, aparecía lodoso y gastado. ¿Qué argumento
podía esgrimir el viajero ante esta evidencia? Ahorrar
agua, por lo demás, no entrañaba daño alguno y sí, en cambio,
evidentes beneficios.
Se metieron los dos juntos bajo un tubo de plástico que
vomitaba suavemente unos pocos chorros de agua fría. Se enja—
bonaron mutuamente y entonces el viajero dio un beso a la
chica en el hombro, porque desnuda y jovial estaba muy bella.
No se atrevía a manifestar de otro modo su inquietud, su
sorpresa.
Y luego, de pronto, se oyó una risa chillona y estaba allí, en
la puerta, el gigante enjaezado, señalando a la pareja y mirando
muy animado el espectáculo. Para ello no había tenido que
correr cortina alguna, ya que no existía cortina, y el viajero no
se había parado a comprobar si la puerta de la sala de baño
tenía 0 no cerrojo. Ante una actitud tan sincera y cordial, la
muchacha salpicó al guerrillero botones, y éste rió más y se
sentó en el suelo para reír más a gusto, a veces señalando con
el dedo a los duchantes, a veces meneando la cabeza dichoso.
El viajero no podía hacer otra cosa que saludar al respetable,
sonreír y continuar duchándose.
El hombre de los adornos contempló después cómo la chica
y el viajero salían de la ducha, se secaban e iban poniéndose
sus ropas de dormir. Después, colocó en los rincones de la
habitación unas serpientes enroscadas de cera, fabricadas en
China, y prendió fuego a la mecha. La habitación empezó a
hincharse de un humo aromático y claro, como una nube
primaveral, después como una niebla, hasta que todo el ámbito
del dormitorio resultó invisible. Dijo el gigante que así los
mosquitos no molestarían a los huéspedes.
El viajero se había acostado ya en una de las camas y en
otra la muchacha. A tientas, palpando con sus manazas
los bultos de los cuerpos, descubrió muy pronto la ilegali—
dad del acomodo y en voz alta dijo:
—El señor sólo tiene alquilada una cama. Deben dormir los
dos juntos o pagar el doble.
—Pagaré, no se preocupe —dijo el viajero.
Pero la chica se había levantado de un salto y al recorrer el
piso de madera dijo al botones que el viajero no era rico y no
podía gastar tontamente sus ahorros, sobre todo teniendo en
cuenta que las camas eran muy anchas, que el humo parecía
aumentar la soledad y la lejanía.
Caminaba con los brazos extendidos hacia adelante, como
sonámbula. Su silueta blanca apenas se distinguía en la neblina
perfumada del matainsectos.
—Así no tendrá que pagar —dijo el guerrillero tibetano-. Bue-
nas noches. Buen sueño.
Y se marchó sin haber siquiera entornado la puerta.
    
 

Jesus Torbado

Publicado en la revista Play Lady en noviembre de 1976
  
 

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